miércoles, 19 de junio de 2013

El principito página 10

Dirigió una mirada a su alrededor sobre el planeta del geógrafo; nunca había visto un planeta tan majestuoso. —Es muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí? —No puedo saberlo —dijo el geógrafo. — ¡Ah! (El principito se sintió decepcionado). ¿Y montañas? —No puedo saberlo —repitió el geógrafo. — ¿Y ciudades, ríos y desiertos? —Tampoco puedo saberlo. — ¡Pero usted es geógrafo! —Exactamente —dijo el geógrafo—, pero no soy explorador, ni tengo exploradores que me informen. El geógrafo no puede estar de acá para allá contando las ciudades, los ríos, las montañas, los océanos y los desiertos; es demasiado importante para deambular por ahí. Se queda en su despacho y allí recibe a los exploradores. Les interroga y toma nota de sus informes. Si los informes de alguno de ellos le parecen interesantes, manda hacer una investigación sobre la moralidad del explorador. — ¿Para qué? —Un explorador que mintiera sería una catástrofe para los libros de geografía. Y también lo sería un explorador que bebiera demasiado. — ¿Por qué? —preguntó el principito. —Porque los borrachos ven doble y el geógrafo pondría dos montañas donde sólo habría una. —Conozco a alguien —dijo el principito—, que sería un mal explorador. —Es posible. Cuando se está convencido de que la moralidad del explorador es buena, se hace una investigación sobre su descubrimiento. — ¿Se va a ver? —No, eso sería demasiado complicado. Se exige al explorador que suministre pruebas. Por ejemplo, si se trata del descubrimiento de una gran montaña, se le pide que traiga grandes piedras. Súbitamente el geógrafo se sintió emocionado: —Pero... ¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un explorador! Vas a describirme tu planeta. Y el geógrafo abriendo su registro afiló su lápiz. Los relatos de los exploradores se escriben primero con lápiz. Se espera que el explorador presente sus pruebas para pasarlos a tinta. — ¿Y bien? —interrogó el geógrafo. — ¡Oh! Mi tierra —dijo el principito— no es interesante, todo es muy pequeño. Tengo tres volcanes, dos en actividad y uno extinguido; pero nunca se sabe... —No, nunca se sabe —dijo el geógrafo. —Tengo también una flor. —De las flores no tomamos nota. — ¿Por qué? ¡Son lo más bonito! —Porque las flores son efímeras. — ¿Qué significa "efímera"? —Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más preciados e interesantes; nunca pasan de moda. Es muy raro que una montaña cambie de sitio o que un océano quede sin agua. Los geógrafos escribimos sobre cosas eternas. —Pero los volcanes extinguidos pueden despertarse —interrumpió el principito—. ¿Qué significa "efímera"? —Que los volcanes estén o no en actividad es igual para nosotros. Lo interesante es la montaña que nunca cambia. —Pero, ¿qué significa "efímera"? —repitió el principito que en su vida había renunciado a una pregunta una vez formulada. —Significa que está amenazado de próxima desaparición. — ¿Mi flor está amenazada de desaparecer próximamente? —Indudablemente. "Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi casa!". Por primera vez se arrepintió de haber dejado su planeta, pero bien pronto recobró su valor. — ¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó. —La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación...
Y el principito partió pensando en su flor.
El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra. ¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores. Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros. Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelandia y de Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se perdían entre bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la India, después los de África y Europa y finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en escena. Era grandioso. Solamente el farolero del único farol del polo norte y su colega del único farol del polo sur, llevaban una vida de ociosidad y descanso. No trabajaban más que dos veces al año. Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy honesto al hablar de los faroleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a los que no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco lugar sobre la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie y un poco apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de veinte millas de largo por veinte de ancho. La humanidad podría amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico. Las personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se imaginan que ocupan mucho sitio. Se creen importantes como los baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará ya que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.
El principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no ver a nadie.

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